DE ESCRITORES OLVIDADOS: GIOVANNI PAPINI.


Los retratos de la época resaltan las gruesas gafas (incapaces de ocultar las bolsas bajo los ojos), símbolo de la anomalía visual que lo aquejó desde siempre, cayendo pesadas sobre un rostro adusto orlado por una melena enmarañada. Difícil encontrar una fotografía que lo muestre sonriente; quizás no exista. El rictus de la tortura anímica se trasluce tras aquella aparente seriedad: la escisión espiritual había dibujado las lineas faciales de aquella personalidad, y el racista probélico de la primera hora devino, luego de una intensa crisis, católico practicante que ahogó sus sentimientos de culpa internándose en un monasterio. Rechazó los honores que le prodigó el régimen de Musolini, así como las invitaciones a asumir cátedras, mas los antifascistas y los comunistas jamás le perdonarían aquellas veleidades de sus treinta años y le satanizaron per secula seculorum. Paradójica mente los católicos, de cuya conversión a su dogma hicieron festejo en su momento, después lo harán reo de excomunión cuando en uno de sus postreros textos, titulado El Diablo, resucite una tesis heretica del siglo VI d.c. que afirma que hasta Satanás será salvo, se arrepentirá de su comportamiento y se convertirá un día al catolicismo, por obra de la gracia celestial.  La dicotomía que marcó aquella vida de intelectual también tuvo su reflejo en la obra escrita, que permanece como testimonio de la violenta escisión entre el Papini joven, guerrerista, ateo y descreído, y el Papini maduro, pacifista, cristiano a ultranza, monje y arrepentido de sus veleidades juveniles. A producciones juveniles suyas como Las memorias de Dios (1912), que nos describen un creador celestial sobrepujado por las crueldades que han azotado al mundo humano, cometidas en su nombre y pidiendo perdón a sus criaturas, opone en su madurez La historia de cristo  (1921), que alcanzó el elogio de toda la feligresía católica por su apego a los dogmas de la fe; a afirmaciones existenciales de su individualidad, de su exclusividad que supone sinigual, de esa voluntad individual y vitalismo que estaban en boga comenzando el siglo XX, como hace en su obra Un hombre acabado (1913), opone El libro negro (la continuación de Gog) (1951) en que presenta figuras humanas con interrogantes validos que ponen en entredicho cualquier afirmación tajante sobre la vida y su finalidad, que ponen en duda las certezas antes defendidas (por ejemplo, la duda de un monje sexagenario, angustiado por la cercanía del final de la vida, que se pregunta si será verdad todo por lo que ha regido su vida (1) y la certeza afectada de Eugenio el paciente mental fugado que cree que después de que todos los hombres se maten entre sí él será el único habitante del mundo (2). ¿Sería valido afirmar que son dos obras distintas de un solo escritor? ¿Sera correcto pensar que llegó a oponerse a si mismo, en una actitud que revela la escisión insana de su YO personal? Quizás sea mas exacto suponer que son la misma obra labrada en diferentes expresiones, reflejando los cambios de sensibilidad en los diversos matices vividos por el autor, con sus intensidades peculiares. Pero el mundo humano, afectado de las pasiones que sobreviven a su momento histórico y se proyectan en el tiempo más allá de este condicionante, no ha perdonado a Papini esta fractura que lo retrata en toda la falibilidad humana, y lo ha reducido al ostracismo de la desmemoria. Afortunadamente la literatura, que tiene los atributos de Dios porque está en todas partes y se proyecta en todas las épocas, no ha permitido que el olvido se vista con el ajuar de la perennidad y como hace la historia con la razón, según cuenta Hegel, abre su piel y descubre las corrientes profundas que corren bajo su epidermis, y en esos fluidos presurosos flota, entre otras, la obra de Papini.


En sus últimos años - la época de la expiación y la del estoico sufrimiento de la parálisis general que con cruel lentitud lo fue invadiendo - Papini se dedicó a escribir su Juicio universal  (publicado póstuma mente en 1957); texto en el que hace un enciclopédico esfuerzo por integrar en la sala del hipotetico tribunal del juicio bíblico a las personalidades que hasta el momento habían marcado con su existencia la historia del mundo. Las clasificaciones de Papini recuerdan un poco la de aquella enciclopedia china de que hablaba Jorge Luís Borges, sólo que en el florentino estos conceptos pueden sonar incongruentes apenas en una lectura superficial. En las listas del texto desfilan, conducidos a la sala de audiencias, los amantes de Dios, luciferinos, coro de los ateos, seguidos de los apóstoles y profetas, del coro de los monarcas reinantes, políticos, dictadores, coro de los jefes de guerra, capitanes y soldados, etcétera. Pero aun siendo Papini un converso post guerra mundial, no deja de llevar al estrado, para el juicio sumario, a un coro de los papas y los sacerdotes, haciendo que, por ejemplo, Inocencio III confiese:

"Fui pontífice romano y durante dieciocho años, aunque indigno, el pastor, el rey, la conciencia y el guía de la cristiandad..."  (3).

Las listas se suceden y los sujetos desfilan hacia la sala, sin cese, a veces dentro de gremios que suenan inverosímiles, como cuando el ujier llama a Luisa Ackerman y a Hilduino junto con los demás del coro de los desesperados; o cuando el procurador menciona a Séneca, junto a Maquiavelo, Montaigne y otros en el coro de los filósofos. No hay personaje que se salve de este enciclopédico sojuzgamiento: a la cabeza del coro de los homicidas, asesinos y ladrones figura el nombre de Caín; y en la lista de los lujuriosos, como no podría ser de otra manera figuran Casanova y el marques de Sade; en el listado de los poetas enjuiciados, figuran Shakespeare, Milton, Byron, entre otros, y cada uno ofrece su testimonio de descargo, en la versión de Papini claro está. A Voltaire, que extrañamente aparece en este ultimo escalafón y no en el de los filósofos, el ángel acusador le espeta a boca de jarro:

"De todo te quisiste reír y hacer reír; de todos te quisiste burlar, hasta del hijo de Dios y de la vida de los hombres. No hubo cosa grande, elevada, noble, santa, que no intentases abatir o, por lo menos ensuciar"  (4).

El acusado filosofo francés termina aceptando su culpa, por ignorancia voluntaria de los preceptos y la dignidad del creador, confesando que esa conciencia será el tormento de su eternidad.


Este delirio de conciencia enciclopedica, esta desmesura de percepción omnisciente, está presente en casi toda la obra del florentino: sus personajes no son imaginarios, sino que suelen ser realidades a las que su imaginación (como el aliento de Dios con el barro primordial del génesis) da vida. Como cuando su Caifas revela, a los discípulos del Cristo, que con su accion de acusar al nazareno él no ha hecho otra cosa que cumplir el papel que el propio Dios padre le había endilgado desde el inicio de la eternidad, siglos antes de que el drama se desarrollase en el teatro del mundo, con estas palabras:

"...Puse de manifiesto lo esencial: que un hombre debe morir para salvar a los demás. Jesús no se ha sustraído a mis manos porque sabía que yo debía hacer lo que he hecho. Yo he cumplido lo que el deseaba; lo he ayudado a cumplir la obra, para cuya realización había venido al mundo"  (5).

Como el deux ex machina Papini sabe las profundas razones del levita para realizar la reprobable acción que realizó; y en su relato la reprobación está justificada por el guión que se había establecido desde mucho antes. Como el personaje de Las ruinas circulares, de Borges, Caifas podría habernos dicho que aquello era un sueño y él, en cuanto personaje onírico, solo desempeñaba el papel que le asignaba el soñador. Y el soñador que da vida es Papini. Curiosamente en este argumento la razón de Caifas se asemeja a la de Judas en los Evangelios apócrifos, esos textos anatemizados por el cristianismo primitivo pero que han cobrado vigencia en la actualidad: Judas en los apócrifos  como Caifas en el relato del florentino se remiten a un principio extra histórico como motivo de su acción (Kant hubiese dicho que su acción no era ética, porque no tenía como finalidad la libertad, sino que estaba motivada por un principio exterior al sujeto, coaccionante de la actuación). Recuerda también la teoría aristotélica del motor inmóvil, el origen de todo movimiento en el cosmos, una especie de Dios pero desde la concepción filosófica que es la razón primera y ultima de todo cambio y de toda la dinámica de la materia, como el borgeano ser que sueña y da existencia, en el espacio-tiempo onírico, a los sujetos soñados. Nuestro escritor italiano lo resume así, en el relato titulado El hombre que no pudo ser emperador:

"El mundo que yo tomaba por real no lo es; no es el real, el supremo, sino el mundo de los patanes y de los mercaderes. El verdadero mundo no se descubre más que en el pensamiento, en uno mismo, y yo puedo ser dueño de todo lo que quiera, mientras lo busque dentro de mi, en lo más profundo de mi ser"  (6).

El ser que sueña y que da vida a los sujetos oníricos, el aristotélico Dios filosófico, es el escritor mismo. Algo de anticipo borgeano hay en el florentino. Este ser torturado por sus contradicciones tiene también algo de paulino, pues su conversión desde la distopía facistoide se inició cuando Italia entró en la dinámica de la primera guerra mundial y se evidenciaron los primeros horrores de la carnicería humana. Papini, que había escrito a favor de la entrada en la guerra, que consideraba destino heroico la acción bélica, que como Mussolini se impresionó vivamente por la historia del imperio romano queriendo revivirlo en pleno siglo XX; mas cuando los primeros partes de guerra dieron cuenta del horror en las trincheras; cuando las jornadas entre el barro, las alambradas y los gases venenosos revelaron lo nada estético que tenía la matanza; cuando el hedor de los cuerpos en descomposición despejó los últimos aromas del incienso que odoraba la historia romana, entonces la nausea se sembró en su conciencia y como San Pablo la voz resonó muy dentro de él, conmoviéndolo, rompiendo la coraza de ilusión que ahogaba su sensibilidad humana e iniciando la fractura que labró su impronta en la obra escrita. Entonces la desmesura dejó de ser secular, dejó de anhelar la grandeza del poder y la superioridad del imperio romano, para hacerse desmesura del creyente y del conservador político: descubrió que todos los conceptos (TODOS, así con mayúsculas) por los que había guiado su vida eran, como las esculturas del Matiegka de su relato La nueva escultura (7), solo humo y apariencia etérea. Como la respuesta de Gog al monje, que dudaba de lo que había sido su acerbo consciente durante mas de seis décadas, podría haberse dicho a sí mismo que los hechos sangrientos habían destruido la fe que las lecturas y las palabras grandilocuentes del mesianismo facista habían erigido en su arquitectura interna, dejando el espacio vacío para que pudiese llenarlo con otra fe, menos secular y mas milenarista, pero pantagruelicamente hambrienta de espiritualidad y de humanidad.


Papini descubrió a Dios entre las grietas del horror bélico, y como tal abordó su necesidad de comprenderlo, para llenar el inmenso vacío que descubrió en su ser subjetivo, tan pronto implosionó dentro de él la fe bélica. Se comprometió entonces con la pintura de los personajes que integran la historia de Jesús de Nazareth, pero a su manera ese fresco debía tener la dimensión colosal que le había dado, por ejemplo, Miguel Ángel Buonarroti en la plástica cuando plasmó el grandioso Juicio final en la capilla Sixtina (recordemos, de paso, que el florentino publicó una Vida de Miguel Ángel hacia 1949); nada menos podía desear. Esa monumentalidad se manifiesta en el argumento que subyace a la pintura: por ejemplo, en Testigos de la pasión Judas y Caifas no son para nada traidor y ofensor, por el contrario son, como ya lo dijimos arriba, las marionetas que cumplen el designio de Dios, obreros que allanan el camino trazado por el propio creador antes de la creación del mundo; Caifas es consciente de su papel infausto, mientras que a Judas se lo hace conocer otro personaje enterado del guión que tiene rasgos muy similares a Satán. Con idéntica desmesura en el retrato desfilan por este texto Malcos, aquel a quien el apóstol rebanó la oreja, Simón Cirenéo y Pilatos, entre otros. A este último le aplica los colores grises de una locura que lo invadió, lenta y subrepticiamente, después del juicio contra el nazareno; situación anómala que lo llevará años despues a quitarse la vida por su propia mano. En otra escena de aquel fresco Barrabas, después de su liberación, vuelve tras los pasos de Jesús y los apóstoles, acicateado por un prurito de índole desconocida para él, hasta concebir una venganza contra el hombre que lo liberó cambiando su vida por la del hijo de Maria. Barrabas será capturado en el intento de asesinato a Pilatos y por su ofensa se le hará morir en el mismo lugar en que debió perecer dias antes en lugar del mesías, es decir en el Golgota. En las lineas que marcan el horizonte de aquel lienzo grandilocuente, la figura de Ezequiel, también conocido como Malcos el desorejado, señala otra sección del drama retratado en el fresco: después del episodio en que Pedro lo mutila, el vengativo judío se dedica a perseguir a Petrus por toda la geografía bíblica, hasta que en la magia del relato Papini los hace perecer a ambos el mismo día y hora, a manos de soldados romanos. Más la monumental escena no podría quedar completa sin la publicación de La historia de Cristo, en la que todo el lienzo tiene su justificación, como lo tiene la figura de Cristo repartiendo penas y salvaciones en la panorámica de la Sixtina, desde una posicion central, aun cuando lo más cercano a la mirada del espectador sea el diablo empujando a las almas a golpes de remo. Y que es el inmenso retrato, ordenado por el papa Julio II, el modelo de Papini para su obra (que podría llamarse La comedia divina al igual que la de Balzac lleva por nombre La comedia humana) lo corrobora el que los últimos años de su vida los dedicara a facturar su Juicio universal  cual colofón obligado o parte ultima, junto a los antes mencionados, de la monumental fotografia de su conversión. La intensidad de su expiación es, nos parece, expresada por el esfuerzo inmenso de años que le significó escribir esta colección de textos. También es indicio de esta intensidad la furia que concibió contra las obras de su época de anticatolicismo y descreimiento, hasta el punto de que en su senectud las rechazaba y pidió a su hija Viola que buscase los impresos que quedasen de Las memorias de Dios y las hiciese quemar, para que no quedara evidencia de aquel despropósito juvenil.


Cuando terminaba el régimen de Mussolini y los ejércitos aliados invadían la península, Papini debió huir de su heredad, pues los comunistas y los de la resistencia antifascista lo buscaban para ajusticiarlo, por su pasado facista, aunque el escritor se había arrepentido tiempo atrás y había renunciado a la adhesión como a los honores que le tributara el régimen. Los soldados norteamericanos salvaron al florentino de una muerte segura y le franquearon la salida del país. Años después, ya cercano el ocaso de su vida, será candidateado al premio Nobel de literatura, que aunque no consiguió era síntoma de que el mundo literario le había perdonado sus inclinaciones de antaño. Pero el peso del anatema político parece haber sido más incisivo y la memoria de su obra ha sido olvidada por los tiempos, disolviéndose en la bruma de la oscuridad, refugiándose en los volúmenes supervivientes de la primera mitad del siglo pretérito; pero como los buenos vinos en las cavas, estos volúmenes se añejan en las estanterías de bibliotecas desde donde un día volverán a la luz, con renovado sabor, con sentidos inimaginados, y Papini volverá a asombrar al mundo con la desmesura de su creación inigualable.

Giovanni Papini: Florencia, 9 de enero de 1881; + Florencia, 8 de julio de 1956.

NOTAS:

(1) Giovanni Papini, La interrogante del monje, en: El libro negro, Plaza y Janes, Barcelona, 1969, pag. 101 a104.

(2) Giovanni Papini, El unico habitante del mundo, en: Ibíd, pag 167 a 169.

(3) Giovanni Papini, Juicio universal, tomo I, Plaza y Janes, Barcelona, 1968, pag. 227.

(4) Giovanni Papini, Juicio universal, tomo II, pag. 347.

(5) Giovanni Papini, La venganza de Caifas, en: Testigos de la pasión, editorial Tor, Buenos Aires, sin fecha, pag. 121.

(6) Giovanni Papini, Palabras y sangre, Plaza y Janes, Barcelona, 1971, pag. 122.

(7) Giovanni Papini, Gog, editorial Diana, México, 1959.


21 de septiembre de 2023.

Magoc.


Comentarios

  1. Ni tan desconocido Miguel...recuerdo que el Padre José María Sentís (Catalán) Rector del Seminario Josep Manyanet de San Bernardino donde fui novicio... Tenía una biblioteca para nuestro uso y otra de su uso personal y recuerdo que por curiosidad entre los lomos de su biblioteca estaba Giovanni Papini pero en Italiano...recuerdo que Sentís sexagenario o septuagenario en 1992 vivió el Franquismo en su pueblo natal que no era precisamente Barcelona. No contaba mucho y tampoco le preguntábamos pues era un poco tabú preguntarle por la Guerra. Asi no los hacía saber José Sanuí, nuestro padre formador.

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