DE TEXTOS APÓCRIFOS Y PSEUDO AUTORES.

Facturar una ficción y crear dentro del relato la opinión de que existe otra ficción, a la que en realidad no se le ha dado concreción, es procedimiento usual en el mundo literario, que responde a valores pero también a intereses, como todo lo humano. El usual recurso de mencionar un título y autor (que no existen más que en esa mencion) en una obra literaria, es similar al procedimiento que Shakespeare utiliza en su Hamlet, cuando escenifica el drama La muerte de Gonzago, y va destinado a motivar como reacción, en el expectador, un cúmulo particular de emociones estéticas (cual lo expresó a Horacio el príncipe danés, que deseaba observar la reacción del rey ante el desarrollo del drama). Que la obra mencionada sea una ficción con realidad sólo en un título, una breve referencia o hasta la cita de un par de versos, de algunas líneas, le da un plus de interés dentro del equilibrio de tensiones que despierta la novela, el cuento o el ensayo de que se trate. La ficción mencionada (estamos tentados a utilizar el termino pseudoficcion) tiene el potencial de un elemento emergente, que posee cualidades mágicas, que irradia una multiplicidad de sentidos desde la resonancia de las palabras consignadas en esas breves frases. Cuando por ejemplo el italiano Settembrini, descrito como un humanista de la primera mitad del siglo XX, expone ante Hans Castorp (protagonista de La montaña mágica, del escritor Thomas Mann) su participación en la dirección y realización de una Enciclopedia, cuyo tema central es la eliminación de las condiciones que hacen posible el sufrimiento humano; la cuestión tiene particular relevancia en cuanto a quienes hablan del proyecto son afectados, en mayor o menor grado, por una enfermedad pulmonar y que además la revelación del proyecto se produce dentro de un sanatorio donde ambos dialogantes toman cura de reposo, viviendo entre una multitud de personas aquejadas en diversos niveles por aquel lastre de la salud. Este detalle tiene repercusión en toda la obra, cuyo tema alude a las vivencias de Castorp en aquel hospital para sufrientes de la tuberculosis y similares. La ficción mencionada, de la Enciclopedia en cuestión, irradia con fuerza desbordando los límites de la obra del alemán, toda vez que el proyecto del personaje Settembrini tiene aún vigencia en el momento actual, signado por la proliferacion de guerras y la eclosión de epidemias con pretensión a pandemias. Similar situación ocurre cuando Jorge Luis Borges, en Tlon Uqbar, Orbis tertius, consigna el hallazgo del tomo XXXIII, de la Enciclopedia de Tlon, en cuyas páginas vienen delineadas las señales  de un universo alterno (antes de que la ciencia cuántica existiera como tal) desde cuyas lindes se viene operando una invasión velada, subrepticia, de índole sicológica, a nuestra manera de percibir la realidad. Extraña forma de decirlo: una invasión que no afecta nuestro universo físico sino de manera incidental, por la aparición de objetos de escasa importancia, como por la duplicación de otros con algúna notoriedad. La cuestión es que lo esencial de la invasión impacta, de manera decisiva, en la perceptiva de los sujetos humanos, sin que éstos se den por enterados. La influencia de la Enciclopedia de Tlon, más allá del mundo literario, se expone por ejemplo en términos como el de Guerra de cuarta generación: concepto bélico que involucra la alteración perceptiva inducida, en el adversario, por medios sicológicos. Cuando Borges escribió su ficción, la teoría bélica en boga aún era la Guerra de posiciones, y la guerra sicológica era una entelequia de laboratorio, sueño de belicistas irredentos. Aunque no haya sido el argentino el único aportante en la definición de lo que era un concepto nebuloso, es indudable su utilidad en la construcción de los límites, junto a las teorías de Freud, Watson, Kretchmer y otros. Las dos Enciclopedias mencionadas no ocupan, en la precisión de sus objetivos y temas, más que algunos párrafos de la obra del alemán y del bonaerense; pero el tino para el planteamiento ha sido tan acordé con los tiempos que su influencia irradia hasta ámbitos insospechados. 

Crear la ficción de que existieron, o existen, autores y obras que puede reputarseles, pero que en realidad sólo han encarnado en la imaginación de un tercero, es mucho más usual: un escritor afirma que transcribe un texto, generalmente obtenido por medios tortuosos, facturado por un colega casi siempre desconocido, además pde vida azarosa y actor de aventuras notables, que medra su realidad en la fantasía imaginativa del supuesto transcriptor. Ejemplo de esta existencia subsidiaria es Adso de Melk, quien, según Umberto Eco, redacta el manuscrito que dió origen a la novela En nombre de la rosa. Adso, monje de la era medieval, se dice testigo de un hecho notable que involucra a clérigos, literatos, intelectuales y bibliomanos; imbricados en una trama tortuosa que culmina en una biblioclastia monumental (allí arde la más importante biblioteca de la época, según cuenta el franciscano) y que narra apelando a los recursos propios del black roman. H. P. Lovecraft apela a un recurso análogo, al del italiano autor de En nombre de la rosa, para revelar que Abdul Allhazred, un árabe loco, escribió el Necronomicon, también conocido con el apelativo de "la Biblia del Diablo". El morisco se dedicó a transcribir oraciones, ensalmos, maldiciones y talismanes hasta ensamblar un Grimorio que ha trascendido hasta nuestros días. De su contenido sabemos, de segunda mano, por el relato del autor de Los mitos de Cthulhu, que entre otras cosas informa sobre el Necronomicon como un texto encuadernado en piel humana, capaz de inducir un estado de locura a quien osara leerlo. Estos árabes que facturaban Grimorios eran por descontado personas cultas, versadas en alquimia, astrología judiciaria, botánica y ciencias ocultas por lo menos. En esta dirección también podemos nombrar el cuento de Thomas Malgrave: La melodía de Satán, que según el relato fue facturado por otro proselito del credo islámico: Abdulpita Ahl Gorash. Abdulpita cuenta, en la voz de Malgrave, que  fué enseñado en el dogma de la Kabala (el mundo fué creado por la combinación infinita de las letras que forman el nombre de Dios, como enseñó Abulafia) y entrenado en los misterios melósoficos (según la teoría pitagorica: la música está inserta en la génesis del universo, como en su funcionamiento). Después de años de estudio y meditación, decidió explorar una caverna prehistórica, en la cual se comentaba que usualmente emergía el señor de los avernos, donde el goteo de las estalagtitas sobre el suelo de estalacmitas, produce un exquisito tintineo casi inaudible. El árabe logra construir un aparato, de cristal, que reproduce y amplifica el sonido abisal; además el sarraceno colocó la letra de una antiquisima canción de juramentos maléficos, que los ancianos del lugar habían escuchado de sus abuelos, y cuando la funde con la melodía, está combinación resulta ser la llave para abrir las puertas del infierno, por dónde Satán acude a realizar un pacto con el morisco. Adso de Melk, Abdul Allhazred y Abdulpita Ahl Gorash son, con certeza, las máscaras tras las cuales Eco, Lovecraft y Malgrave pueden desplazarse, como en una máquina del tiempo, hasta la época medieval donde sitúan sus creaciones literarias. Son mascarones de autor con asidero vital en la privilegiada fantasía de sus creadores. A este sector pudiese adicionarse el Almostazin del cuento de Borges, pero no queremos saturar al lector con los representantes de la media luna, por lo demás excelentes.

Tomar prestado el nombre y fama, de un escritor consagrado, para hacerlo pasar cómo autor de obras de terceros es recurso que en el derecho de autor se concidera delictual. Ejemlo de esto es lo que sigue: Vortigern and Rowena la historia que versionaba la epopeya de un héroe britano, se presentó en el teatro Drury land el último día de marzo de 1795. El lleno total testimonió la pasión que, a ciento setenta y seis años de su muerte, seguía despertando el nombre de Shakespeare, a quien se reputaba como autor del drama. La publicación reciente de un tomo con papeles que, según un grupo de expertos, pertenecieron al bardo (cartas, un poema de amor dedicado a Anne Hathaway, facsimiles de contratos con los actores del King's men, la compañía de teatro, un borrador de Rey Lear y algunos diálogos sueltos de Macbeth) sirvió como propaganda. En una de las cartas, incluso afirmaba el bardo que aquella era la mejor de sus obras. Las espectativas cotizaban al alza cuando inició el primer acto... Excepto para uno de los espectadores que, sentado en los balcones, veía simultáneamente al público y al tablado. La impresión del tomo con los documentos había sido costeada por Samuel Ireland, un anticuario, junto con otro grupo de correligionarios del culto al nacido en las riveras del río Avon; pero quién observaba desde el palco era William Henry, hijo talentoso del anterior y supuesto descubridor de los documentos y el manuscrito de la obra que allí se representaba. Antes de finalizar el drama, el público se retiró indignado pues era evidente que la obra no tenía la calidad de las facturaciones del autor inglés que había sido Shakespeare. Días después, obligado por la presión del público, William Ireland declaró ser culpable del fraude de haber falsificado documentos, y obras, reputandolas  a la autoría de William Shakespeare, con la intención de ganar el respeto de su progenitor y la fama entre el público londinense. El método de Ireland ya tuvo en el pasado sus seguidores, esto en el caso de Cervantes quien aún vivo denunció el fraude de una segunda parte del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, escrita por un tal Avellaneda. En los años sesentas, del pasado siglo XX, otro autor menos conocido repitió el procedimiento de Avellaneda, pero transcribiendo exactamente igual, al caletre, la primera parte del Quijote; de este suceso nos da razón Jorge Luis Borges, quien cuenta los pormenores en Pierre Menard autor del Quijote.

Fingir que se transcribe la revelación escuchada de los labios de un tercero, que niega tal circunstancia; es  menos usual pero  también tiene sus ejemplos, pues como expresa el texto sagrado en occidente: de todo hay en la viña del señor.
Es el caso de Clifford Irving, quien vió la posibilidad de pelechar económicamente escribiendo la supuesta autobiografía que le había sido revelada, según el, por un excentrico multimillonario estadounidense que por entonces (1970) aún vivía. Irving, quien reclutó a su compatriota Richard Suskind para llevar a cabo su idea, escribió la Biografía de Howard Hughes para una editorial que compró los derechos de impresión por una fuerte suma de dinero. El timador logro forjar toda una historia, alrededor del texto, para hacer creíble su ficción. Finalmente Irving y Suskind terminaron su aventura en la cárcel, denunciados tanto por Hughes como por la editorial víctima de la elaborada estafa. Cómo hemos visto, el mundo de las letras no está lejos de los intereses humanos; muy por el contrario: las necesidades de dinero, de reconocimiento, las pasiones que no pueden ser refrendadas, tienen impulsos que motivan, a seudoautores, a forjar apócrifos para poder acceder, o así lo piensan, a todo aquello que de otra manera les es negado por la sociedad. Pero hasta de esta manera subrepticia contribuyen a aumentar el patrimonio universal de las letras, porque como sabemos: Dios escribe sus designios en renglones torcidos.

18 de noviembre de 2023.
Magoc.



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