DE AMORES DESVENTURADOS.

Desde un anónimo balcón de Verona bañado por la esplendorosa luz de luna, la pálida y frágil humanidad, de una adolescente, dibujó en la memoria de un inglés la escena que se convertirá en el icono del amor trágico, por excelencia. El británico de finales del siglo XVI pudo ser Christopher Marlowe, que luego pasará sus impresiones a su colega William Shakespeare (la idea aparece en Shakespeare in love de Marc Norman); pero también pudo ser que el propio bardo inglés halla viajado en algún momento a Italia, de gira teatral (existe una teoría al respecto), pudiendo imaginar la pintura dramática in situ y guardarla en el arcon de las escenas a escribir en el futuro. En la ciudad italiana una calle, un balcón y una placa son atracciones turísticas: allí, dicen los nativos, se produjo el encuentro de los personajes reales que, el nacido en las riveras del río Avon, inmortalizó en su obra Romeo y Julieta. Este drama tiene en su haber el estar convertido en el texto icónico del amor (puro, adolescente, desgraciado y otros etcéteras) siendo imitado innumerables veces, en el teatro, además de en el cine. El argumento incluye dos enamorados, sus familias rivales a muerte, el sentimiento de afecto profundo que triunfa sobre odios ancestrales y el sacrificio de aquellas almas puras, que prefieren morir antes de renunciar a su amor. Pero cuando comenzamos a develar la madeja de la historia, nos damos cuenta de que el bardo inglés, cuando se decidió a dramatizar el argumento,  no hacía una apuesta a todo riesgo por un tema romántico; muy por el contrario, el recurso de los amantes desventurados ya hacía varios siglos (desde el siglo IX a.c. para ser exactos) que venía mostrando su efectividad como argumento romántico por excelencia. Así cuando los personajes de la heredera de los Capuleto y el delfín de los Montesco se suicidan en la cripta, Shakespeare no hacía más que darle un giro inesperado, y un final tipo renacimiento inglés, a una historia que hacía siglos (veinticuatro por lo menos) venía arrancado hondos suspiros y sentidas lágrimas a las sensibilidades más acendradas. 

Entre las obras qué, a lo largo de aquellas casi dos y media decenas de siglos, antecedieron al drama del británico figuran las Novelli italianas, alguna de las historias del Decameron de Boccaccio, La leyenda de la buena mujer del inglés Geoffrey Chaucer, un drama del español Luis de Góngora y Argote, La Celestina de Fernando de Rojas, otro escritor ibero, Los romanesques del francés Edmund Rostand, hasta llegar al tomo IV de La Metamorfosis de Publio Ovidio Nason, en la que se recoge la historia trágica de Piramo y Tisbe, que a su vez es versión latina del drama asirio (escrito entre el año 809 a.c. y el 792a.c.). Entonces, en el caso de Romeo y Julieta, podríamos decir que estamos ante un ejemplo de  historia con pedigree y de una probada efectividad como argumento emotivo, capaz de despertar intensos sentimientos en el público. Pero más allá de las infaustas aventuras amorosas, del Montesco y la Capuleto, en el  pasado siglo XX obras como Love story, del norteamericano Erich Segal, seguían repitiendo el exitoso estribillo de los odios ancestrales, combinados con delirios hormonales exaltados y afectos incomprendidos. 

Hollywood, con su deleterea influencia sobre el gusto estético de las multitudes, ha logrado que los finales trágicos sean un icono del pasado, oloroso a parque jurásico y a caverna prehistórica. Los decesos en criptas han sido delimitados al género de obras de terror; mientras que los manuales estándar, de escritura de guiones, prescriben el Happy End como formula obligada para cualquier texto que desee obtener el éxito comercial, o que sueñe por lo menos con ver sus diálogos y situaciones versionadas en la pantalla grande. Quizás nuestro José María Vargas Vila sea uno de los que señaló el camino, a esta derivación del guión, cuando en uno de sus cuentos ejecuta una venganza tapiando tras la pared de una cripta al asesino de una fémina, amor eterno del monje que activa su vendeta largos años después de haber rastreado pacientemente, como sabueso, al odiado criminal de su amante. Allí la sensibilidad por la intensidad del sentimiento vivido va siendo desplazada por el horror del procedimiento que lleva a la solución de la dama huesuda, aunque el factor afectivo se haga presente en ambos casos. Similar proceder ejecuta el protagonista del Gato negro, ese cuento de Edgar Allan Poe que aproxima el amor desencantado al terror, cuando el individuo en cuestión destroza el cráneo de la consorte con un hacha y luego embute el cadáver en la pared, para tapiarlo sin escrúpulos. En el de Vargas Vila la pared se cierne, cual odio cristalizado sobre un ser vivo que osó hurtar el afecto, apelando a la violencia homicida; en el de Poe la tapia cierra el ciclo (o eso pretende) de un afecto ya perdido que paga con una vida el desamor. Ambos extremos están lejos del final feliz que la Meca del Cine prescribe, como Prozac en celuloide, para reforzar la seguridad de la vida convencional en las almas candorosas.

Empedocles de Agriento - que vivió antes de que Socrates llegará a dar una metódica, una lógica, al pensamiento griego - especulaba que Amor y Odio son fuerzas cósmicas actuantes en sentidos diversos: la primera cual lazo que enlaza y une los elementos primogénitos (agua, aire, tierra y fuego) para dar existencia al mundo y las cosas que lo forman. Por su parte la fuerza restante: el Odio, disgrega, divide, atomiza, haciendo disolver lo existente en sus primordiales. En el mundo de las letras ambas tendencias tienen sentidos entrelazados, que forman red en la cual se tejen y destejen las pasiones y deseos con intensidad siempre variable: Isthar, la diosa del panteón asirio- babilónico, ve su afecto preterido por Gilgamesh, el héroe de Uruk, quien rechaza sus avances amorosos. La herida fémina reacciona con odio haciendo que las deidades mayores envíen un toro del cielo para tratar de aniquilar al héroe y vengar su desventura (Anónimo, Epopeya del Gilgamesh). De manera similar la mujer del gobernador egipcio Putifar, rechazada por José el semita, utilizará el medio de astutos engaños para que su consorte descargue su poder de castigo sobre el que así pisotea su sentimiento profano (Sagrada Biblia). En el mito asiático, Isthar impulsa la aversión para desatar el lazo que une al héroe con las divinidades protectoras; en la tradición semita, la fobia de la mujer rompe la relación de confianza, y amistad, entre el alto funcionario y el subordinado que le servía con lealtad. Ambas urden venganzas que buscan acabar con la existencia del ser que osó rechazar sus afectos. 

Edipo se atreve a desafiar los arcanos insondables y descifra el enigma de la Esfinge, osando creerse triunfador cuando vence en la lid a su oponente, mata a su rival y satisface su deseo amoroso poseyendo a la esposa de aquel, la reina de Tebas. La Esfinge, a la que equivocamente creyó haber aniquilado (ignorando su inmortalidad) y cuyo odio se granjeó, ríe cuando ve, al hijo de Yocasta y Layo, deambular invidente como castigo por haber cumplido la ineludible profecía: mató a su padre y cohabito con su progenitora (Sófocles,  Edipo rey) El animal fabuloso, mitad mujer y mitad fiera alada hizo el papel de Eros, simuló haber sido vencida y franqueo la puerta del héroe hacía el afecto pecaminoso El amor satisfecho devino, para Edipo, odio a sus progenitores y a sí mismo, por caminos oscuros y misteriosos. Ixquic, la doncella de ojos rasgados y piel cobriza, se dejó seducir por la voz y el rostro de Hun Hunahpu, como había pasado a Ulises cuando escuchó el canto de las sirenas. Hun Hunahpu había sido decapitado, y su cabeza estaba colgando de un Jicaro. Desde allí, con lo que le quedaba de encanto de semidios Maya Quiché, sedujo a la mujer y la insemino escupiendo en sus manos. La madre de Hunahpu someterá a la joven, a tratos crueles y degradantes, antes de aceptar la paternidad de sus nietos, frutos de aquella seducción en el árbol sagrado (Anónimo, Popol Vuh). Amor inconveniente el de Ixquic que la hizo enamorarse de la testa de un decapitado y someterse al imperio de una suegra cruel; afecto insano que la lleva a cohabitar con un ser desmembrado y a forjarse, por este acto innatural, una cadena de servidumbre.

De los amores infaustos quizás sea, el de los seres provectos, el más dramático: el viejo Wainamoinen, el runoya inmortal, se enamora perdidamente de la doncella de Pohjola. Construye un hermoso e impresionante barco para ir a pedir su mano. Pero la joven lo rechaza, por su edad avanzada, y se resuelve por el afecto de Ilmarinen, el herrero amigo del runoya. El desamor destroza a Wainamoinen que decide quedarse solitario para siempre (Elías Lonnrot, El Kalevala) Algo del runoya hay en Gustav von Aschenbach, el escritor alemán protagonista de la ficción escrita por Thomas Mann (Muerte en Venecia), que en la madurez de su vida experimenta una atracción homosexual por un adolescente polaco. Aschenbach llevará su sentimiento hasta el extremo permaneciendo en la ciudad portuaria, para hacer compañía al efebo, cuando todos la abandonan para huir a la epidemia de peste que asola los predios del Dux. El final es predecible: el polaco Tadzio se va de la ciudad, dejando solo al alemán que queda esperando allí el cierre de su existencia. Pero no sólo resuena, en la historia de Aschenbach, la melodía de los poemas o runas escandinavas; también se puede escuchar en la propuesta literaria, de Thomas Mann, el eco del Mercader de Venecia, de William Shakespeare, con aquel amor discreto, simulado, del comerciante Antonio por el joven y gentil Basanio, que lo llevó a colocar toda su fortuna y su prestigio, aún su misma vida, en peligro cuando pide el préstamo que servirá para asegurar los desposorios de Basanio y su prometida Porcia. Este afecto prohibido, de un hombre maduro por un joven, se repite en la novela corta del alemán como en el drama del inglés, al igual que las acciones adversas (Antonio casi pierde la vida a manos de Shilock al no poder pagar el préstamo), como una maldición que recae sobre el transgresor de un tabú sexual (lo teoriza Sigmund Freud en Totem y Tabú); ejemplo de amor desventurado cuyo eco resuena en las diversas épocas, como en el caso de Piramo y Tisbe. El Sabio triste que imaginó García Márquez (Memorias de mis putas tristes)  rompe la acción de castigo cósmico, que conlleva el amor de un ser provecto por uno joven, cuando a sus noventa años se enamora de una adolescente, de nombre Delgadina, que le corresponde. La maldición se neutraliza, pero al precio de no enfrentar los ancestrales tabúes homofóbicos. 

21 de noviembre de 2023.
Magoc.

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