DE MANUSCRITOS Y BOTELLAS.

El título de este artículo, similar al que encabeza un relato de Edgar Allan Poe, lleva en sus letras la incitacion del misterio y el atractivo de lo extraño, lo desconocido. El discurso que aquí abordamos no hace más que recordar un ardid, utilizado por los escritores, para difuminar el origen del relato en la existencia de diversas autorías, en la creatividad de escritores fugaces, etéreos, distantes, como en la geografía trémula e imprecisa de islas remotas, archipiélagos ignotos, océanos plagados de espectros, monstruos habitantes de la niebla, fantasmas de profundidades abisales. El relato del bostoniano, a qué aludimos en líneas anteriores, remite a la aventura de un pasajero de navío que, por visicitudes propias de la navegación marítima en el siglo XIX, es el único sobreviviente de un naufragio y el cual, por razones aún más inexplicables, termina trepado en un barco de dimensiones extraordinarias, que hace periplo por un océano imposible de la  antartida (sector geográfico inexplorado en la época, a no ser por el Admusen de Julio Verne), dónde reina la más tétrica oscuridad. La tripulación de la nave, excepto nuestro narrador anónimo, está compuesta de marinos de edad provecta, envejecidos en un mecánico desempeño del oficio sin que parezcan darse cuenta de esta circunstancia que los reduce a lamentables sombras, como las de la piragua de Guillermo Cubillos, solo que estás ya no reman y aquellas aún se afanan. El caso es que sabemos de la fantástica aventura porque el narrador decidió escribirla, meter los pliegos en una botella, y dejarla al cuidado de las olas y los vientos, antes de que el navío sucumbiera en un escenario dantesco (Edgar Allan Poe, Manuscrito encontrado dentro de una botella).  El recurso es, pues, de cierta importancia porque añade un factor de misterio al relato, le adiciona un factor de interés que está contenido en los papeles así transportados. En otro texto Poe prescinde de la botella para hacer aparecer los pergaminos, que contienen el sentido del cuento, semiencubiertos por las arenas de la playa, junto al esqueleto de un barco pirata. Esta vez los papeles contienen las coordenadas geográficas del lugar donde está enterrado un tesoro escondido - escritas en un tipo de escritura invisible por el famoso capitán Kid - situado en algún lugar de la Florida (Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro).  

Los dos relatos del genial bostoniano, que fué Poe, describen literariamente una situación que privilegia el papel (celulosa, papiro) o la piel animal (pergamino, vitela) como receptáculo del texto escrito, pero también como objeto de transporte, que facilita el desplazamiento geográfico del mismo: el manuscrito es hallado en un lugar que se supone distante de aquel en el que fue originalmente facturado, y que casi siempre queda sumergido en la niebla del misterio. Esta circunstancia, que convierte a la ficción en un relato viajero, e igualmente le concede un plus de tensión, era impensable antes de la invención del papiro; por ejemplo: El libro de los muertos  egipcio fue un texto que, originalmente, se escribió en las paredes de la tumba, o en el sarcófago del difunto; impensable que fuese impreso en papiro y mucho menos que fuese lanzado, en una botella, al río Nilo. Sólo la posteridad, influenciada por el afán de saber de occidente, logra tal transgresion.  Hilarante hubiese sido introducir un obelisco, con sus textos en demotico, en una botella para lanzarlo al mar. Tampoco parece imposible que las estelas egipcias fuesen trasladadas, como  lo hicieron los semitas: así consta en el segundo Libro de Samuel  el cual nos relata que el rey David llevo el arca de la alianza, a Jerusalén, y dentro de ella portaban: "las tablas de la ley que Moisés bajó del Monte, un frasco con Maná, y la vara de Aarón que reverdeció milagrosamente como confirmación de su liderazgo"; resumiendo, trasladaron un texto sagrado, inscrito en tablas petreas, y otros objetos rituales. Cuando los textos cambian el receptáculo petreo por el de celulosa o piel, se dan algunas condiciones para la desacralizacion, se les hace manuables, transportables, se les sustrae al hieratismo pero no disminuye su posibilidad de trasuntar misterios.

Hester Prynne es el nombre que Nathaniel Hawthorne le endosa a ese ser que estatuye como heroína en La letra escarlata, texto donde la ficción expone los niveles de crueldad, a que pueden llegar los grupos humanos, cuando la intolerancia religiosa se pone al mando. Traemos a colación el relato, del nativo de Nueva Inglaterra, porque está precedido de una introducción donde el autor nos explica que halló la historia en un legajo, en la oficina del Puerto de Salem, dónde ejercía como funcionario jefe. El expediente había sido ensamblado por un anterior encargado del puerto, muerto hacía ochenta años. La estrategia de Hawthorne es otra forma de plantear lo del Manuscrito y la botella: un legajo arcaico, olvidado en un lugar inconcebible, cuyo autor ya no puede ser interrogado, como un texto lanzado en el océano del tiempo, con un escritor que se ha perdido en una isla desconocida. Sin duda el recurso realza el factor misterio, que aureola la historia de Hesther desde antes de que el lector aborde sus detalles específicos. También, como en el relato de Poe, se pone en entredicho la autoría del escritor que firma, remitiendo la posible facturación de la trama al mítico ensamblador del relato original. Esta manera de hacer es, precisamente, la inversión del proceso tal como lo encontramos en la hegemonía del mito: en la realidad de este último los escribas originales son desplazados, cuando se ensambla la "versión oficial",  y las iniciales versiones múltiples, variaciones territoriales o expresiones locales, provincianas, son preteridas en favor del texto unificado, tal como hizo Sin-Leqi-Unninni con el argumento del Gilgamesh, silenciando relatos anteriores, de antigüedad secular. Procedimiento similar se siguió para conformar la Sagrada Biblia, constituida oficialmente por 73 libros: ya en el siglo III a.c., a petición de Ptolomeo II, un grupo de setenta eruditos judíos elaboran un primer texto oficial, conocido como la Septuaginta, base de la Toráh hebrea o Antiguo Testamento. El año 300 d.c., bajo la guia de San Dámaso, se elabora la versión definitiva para la ortodoxia católica. Pero el descubrimiento de los llamados Manuscritos del Mar Muerto, en las cuevas de Qumram, expuso la cantidad de libros que fueron expurgados, condenados al olvido, por la "versión oficial", como los Evangelios llamados apócrifos (Evangelios de Tomás, de Judas, de María Magdalena, entre otros), que se hubieran perdido para siempre si los pastores afortunados no los hubiesen hallado en nuestra época. Esta manera de proceder, propia de la empírica cotidianeidad, es intencionalmente simplificadora: de las muchas versiones, lanzadas en las multiples botellas (leyendas transmitidas por juglares de pueblo en pueblo; historias contadas por los ancianos en las noches de tiempos ancestrales) al mar de la realidad prosaica; el escriba oficial,  por razones de poder, por necesidad de establecer ortodoxia, o por decisiones insospechadas, se decide por una (y sólo una) versión y el resto de botellas seguirán su rumbo, por mares inexplorado, por rutas desconocidas, hasta disolverse en la espuma de las olas, o hasta que otro afortunado encuentre el cristal flotando y lo abra, liberando el genio que habita en el pergamino, enriqueciendo el acervo literario con una historia tan fresca como todos los siglos precedentes, y tan nutritiva para el alma como el pan de cada día.

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