DEL CRIMEN Y EL MITO EN LA LITERATURA.

El texto sagrado de los cristianos es criptico: "Y dijo Caín a su hermano Abel: salgamos al campo. Y aconteció que estando en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató" ("Libro del Génesis; Sagrada Biblia)Así lo traduce la versión de Reina Valera: desprovisto de adornos, desnudo de subterfugios se presenta el hecho sin más. Lo que sigue es la constante de los criminales hasta el día presente: ante el interrogatorio de su creador, Caín trata de ocultar su acción. No hay líneas que expliquen si el hijo de Adán y Eva se sintió culpable, si la angustia lo abordó en algún momento, o si el arrepentimiento le arrancó lágrimas o expresiones verbales. Solo sabemos que el hijo mayor, de la primera pareja humana, al parecer sintió celos de su hermano y "se alzó contra el". Además entendemos que la primera escena del crimen fue bucólica, y el primer investigador: el propio Dios. Imposible no dejar de notar el tufo a principios del derecho  que se desprende del fragmento: motivos, ocasión, hecho criminal. La indulgencia del juez omnipotente, que perdona al transgresor, es otra historia. Este, a nuestro entender, es el primer relato que involucra un crímen en la literatura bíblica. La misma aridez de motivos sicologicos que después perfecciona Dashiel Hamet o Simenon: relatos centrados en la geolocalización del cadáver y los pormenores de la indagatoria. Lo demás parece ser accesorio: no se pregunta por motivos, se supone que la indagatoria dará alguna escueta explicación. En Crimen y castigoDostoievsky presenta un Raskolnikov torturado por su propio sentido de culpa, producto del asesinato que he perpetrado. Similar sentimiento expresa el mayor de la estirpe, en Los hermanos Karamazov,   aunque en este caso él sólo ha sido el inspirador del parricidio  y no su actor efectivo. El tema de la tortura sicologica que despierta la evidencia de la muerte ya está en la epopeya del Gilgamessh  - donde el héroe baja hasta los infiernos, llorando y lamentándose por la muerte de Enkidu - aunque no ligado al aspecto del crimen. 

Está supervivencia de aspectos, que contextualizan el relato mítico, en la novela negra o el relato sicologico, insinúan continuidad de aquellos contextos en estás épocas, dando indicios de los rostros que adoptan los temas humanos desde el mismo inicio de la historia. Los celos de Caín y la pesadumbre de Gilgamesh dejan escuchar su doloroso eco, a más de dos milenios, cual "melodías de acantilado" de las que hablara un satanizado autor de origen semita. 

Odiseo, en complicidad de su hijo Telemaco y su sirviente Eumeo, idea un ardid: disfrazado de mendigo mete a sus ofensores en un recinto cerrado donde contienden por armar el arco del rey de Itaca, y disparar sus flechas. Ninguno de los príncipes que pretendían a su esposa puede ni siquiera encordar el trasto, y el pretendido pordiosero los mata a todos (por lo menos diez hombres) con aquella arma (Homero, La Odisea)El recurso del recinto cerrado, el disfraz, el engaño fraguado, los adversarios desarmados y la zagacidad del protagonista (Odiseo estaba tan muerto como finge el juez de la inglesa su propio deceso) están presentes en Diez negritos,   de Agatha Christie, dónde hasta el número de víctimas coincide con las del relato homerico. El ardid de Odiseo ocupa dos capítulos del final de la epopeya; la Christie urde toda la trama de la novela sobre el piso del recurso épico. 

Árbol, jardín y crimen, producto de la transgresión, son elementos simbólicos que se entrelazan en el tejido de los relatos míticos: Adán y Eva comen, persuadidos por la serpiente, del fruto del árbol en el paradisíaco hogar inicial, desafiando la prohibición formulada por el propio creador. En el Popol Vuh  el semidios Hun Hunapuh y su hermano son muertos por los señores de Xibalba  (especie de infierno en la tierra de la generación de hombres de madera); son culpables de jugar a la pelota mejor que sus sacrificadores; la cabeza de la joven deidad es colgada en un árbol de jícara, plantado en el consiguiente jardín, que por este acto florecerá y dará fruto. En El jardín de los senderos que se bifurcan,   el espacio florido y el árbol se funden en un sólo símbolo: los caminos que se dividen en sus lugares terminales, de manera sistemática (Borges juega con la idea de infinitud en esta figura) conforman la forma arborea enclavado en un ingente jardín. El recurso informa el argumento de una novela incomprendida de Tsui Pen, un ancestral escritor. El crimen arriba de la mano de su descendiente que a muchos años en el futuro urde un laberinto intelectual, con mensaje encriptado, en el que la transgresion del "no matarás"  conforma el elemento que señala la salida, y el sentido, del laberinto. El espacio de floricultura es, en el relato de Jorge Luis Borges, un potente símbolo de las potencialidades de los personajes en la ficción literaria: el que en uno de los textos el criminal, en la creación de Tsui Pen, en otro capítulo es el juez y en otro el personaje sin relevancia; como la proteica serpiente que se trepa al tronco de la planta bíblica: es diablo y es serpiente y es abogado de la transgresion y consejera de la primera pareja humana. En este orden de ideas, el símbolo del guardian o la deidad tutelar de naturaleza, la selva que es receptáculo de seres míticos y de misterios (árboles sagrados, lagunas encantadas, arroyos milagrosos y otros por el estilo), los tesoros de la naturaleza (la madera de los árboles, el caucho que se extrae de la siringa - hebea brasiliensis - o árbol del caucho, la sarrapia, las plumas de garzas y guacamayos, los peces de los ríos, el oro) custodiados por genios y espíritus; todos ellos están reflejados en el Gilgamesh  (escrito hacía el 2500 a.c.), la epopeya más antigua que se conoce; en este poema babilonico, escrito originalmente en idioma acadio, los héroes míticos Gilgamesh y Enkidu se enfrentan a Humbaba, o Huwawa,  el guardian de los bosques de cedro, y lo matan, para poder poseer los tesoros del espacio natural. La lucha entre héroe y deidad se traslada, en las letras iberoamericanas, a la lid entre la selva amazónica y el ser humano, en por lo menos dos creaciones de inicios del siglo XX: La Vorágine, del colombiano Jose Eustacio Rivera (1924); y Canaima, del venezolano Rómulo Gallegos (1935). El tema social (la explotación de los caucheros y la bestial opresión de los caudillos locales) se entrelaza, en ambas ficciones con las resonancias míticas: ambos protagonistas son personajes surgidos de la academia (Arturo Cova en la novela de Rivera; Marcos Vargas en la de Gallegos) y deciden enfrentar las condiciones duras de la selva (el Casanare, el Vichada, Yuruari, el Orinoco, en resumen: el Amazonas) dónde intentan resolver el nudo existencial que los abruma. Pero la naturaleza es feraz y su lógica es antiacademica: allí triunfan los más brutales, los que no tienen escrúpulos morales (los Barreras, los Ardavines, los Pantoja) que, en última instancia, son la encarnación de los infiernos escondidos en la manigua, del averno camuflado en el mar verde. Amor y dolor se vuelcan en múltiples lances en que el protagonista pierde a su amada o renuncia a ella (Alicia en el caso de Arturo; Aracelis Vellorin en el de Marcos) y en que se paga la vida a precio de sangre (el crimen para sobrevivir es  corriente en estás ficciones: Barrera liquida a Zubieta y hace aparecer culpable a Arturo; el cholo Pantoja mata al hermano de Marcos y este se venga con la misma moneda). No obstante, en ambas sagas selváticas Humbaba se transmuta en deidad local: Canaima,  el dueño del bosque y de las aguas, venerada por las tribus de la selva profunda (¡Canaima, no te temo! Se escucha exclamar a Marcos Vargas en el paroxismo de su arrogancia) o la misma amazonía exhuberante, apabullante y devoradora de seres humanos. En este enfrentamiento se evidencia el reverso de la leyenda, a cuatro mil quinientos años de  Gilgamesh, Humbaba-Canaima-Amazonas derrota a sus opositores en el desafío: una carta trémula anuncia, al final de la obra, que de Arturo y Alicia nada se volvió a saber ("se los trago la selva"); alguien cuenta que la última vez que vieron a Marcos Vargas bajaba por el Orinoco cabalgando una curiara (canoa). Otro texto de Gallegos trasunta el aroma de la lucha del héroe contra la potencia demoniaca, como en Beowolf  la saga escandinava; hablamos de Doña Bárbara (1929) , dónde el héroe de los skildingos, Beowulf, es encarnado en Santos Luzardo, abogado (académico, como Arturo Cova y Marcos Vargas), que va al hogar de la terrible mujer dueña y señora de tierras y vidas (la finca llamada El miedo), de manera similar a cómo el  nórdico entró en el lago donde residía la Ogresa (madre de otro demonio llamado Grendel que el héroe también ajustició) y la derrota en su terreno. En Beowolf se nos informa que Grendel y su progenitora eran descendientes del propio Caín; doña Bárbara no necesita afirmar su ascendencia: el hecho de que haga asesinar a sus adversarios y luego los de como alimento a caimanes y pirañas expone su filiación demoníaca, que reiteran los rituales en que la vemos alabar al propio amo del Inframundo.

El porque resuena el eco de antiguas sagas nórdicas o babilonicas en la literatura iberoamericana, o cuál es el motivo de que Dostoievsky haga de diapasón a la literatura acadia de hace 4500 años, es misterio notable, pues lo de la armonía de Dioses antiguos cantada por Agatha Christie, Dashiell Hammett o George Simenon es más explicable. Quizás sea momento de hurgar en los arcones del inconsciente colectivo, dónde Carl Gustav Jung guarda los mandalas y las memorias de antiguos rituales y arcaicas religiones olvidadas; o quizás podamos encontrar algún texto, que nos de pistas, en la borgeana Biblioteca de Babel, si es que Jorge de Burgos, el monje, no lo ha incinerado aún.

17 de agosto de 2023.
Magoc.

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