DE UTOPÍAS DENTRO DE LA DISTOPIA.

Puede parecer arbitrario afirmar que vivimos una distopia, continua y cambiante como el río de Heraclito, y que los sueños utopicos siempre se han engendrado dentro de este sistema multiproteico. Trataremos de explicar este aserto recurriendo a la obra escrita de algunos autores: a la edad de 39 años Platón, el filosofo griego autor de La República, probó las mieles del yerro intelectual: habiendo recalado en Siracusa, dónde asesoraba a Dion, el cuñado del tirano Dionisio I, acerca de la doctrina política del gobierno de los intelectuales (los filósofos) fue acusado por el tirano de integrarse en un complot contra su gobierno, tomado prisionero y vendido como esclavo; de esta salió después, pero eso es parte de otra historia. Las teorías del ateniense constituyen quizás el intento inicial, registrado, de erigir una sociedad perfecta en occidente. Desde entonces los relatos que multiplican la intención hacia la Sociedad Perfecta han trazado los más tortuosos senderos, la mayoría de ellos tapizados del vital efluvio escarlata. Lo complicado, en este caso, surge del hecho que el vector hacia la  perfección debe modificar la naturaleza imperfecta del ser humano; de manera tal que, en la práctica, la Perfectibilidad resulta la duplicación de los aspectos que se negaban o intentaban modificarse, como por ejemplo lo reveló la hoy olvidada  Rebelión en la granja,   de George Orwell (1945): la obra que constituye una denuncia del régimen de Stalin, quien instauró una dictadura negadora de la libertad individual en la Unión Soviética argumentandola, oficialmente, en la teoría marxista que pretendía la liberación de la clase trabajadora. Ya en la misma edad media la iglesia de Roma, construida sobre doctrina de la hermandad ecumenica y el amor universal, según las predicas de Jesús de Nazaret, acudía al expediente de la represión y eliminación física de los disidentes desde su instauración cómo doctrina del poder, con el emperador Constantino (313 d.c.). Una ilustración de esta situación aparece en la novela En nombre de la rosa,  del italiano Umberto Eco, cuando vários integrantes de una secta disidente son condenados a la hoguera por la Santa inquisición, en nombre de la doctrina del crucificado: el amor universal. Eco sitúa su ficción la primera mitad del siglo XIV, precisamente en el momento en que Michelle de Cesena reacciona contra la corrupción en las altas jerarquías de la iglesia de Roma (representada por el lujo y la molicie en que vivían Papás, Cardenales, Obispos y altos prelados de la iglesia) afirmando que Cristo no había poseído ningún bien material; está disrrupcion es calificada de herética, a pesar de que el clérigo era una autoridad moral, y se le Iguala a las doctrinas utopicas de los perseguidos Fratellis y Dolcinianos,  dos sectas que reclaman la vuelta a la sencillez de la vida, la recuperación de la doctrina original del Cristo y rechazan la autoridad represora del Vaticano.

Utopía tituló Tomás Moro a la obra dónde describe la isla de nombre homónimo que tiene su capital en Amaurota. Escrita en 1516, el rastro de la irrealidad deja su traza en los especímenes humanos que pueblan la sociedad imaginada por el canciller inglés: laboriosos, responsables, tolerantes, temperados, amantes de la independencia y defensores de la libertad;  personajes de narrativa  en los cuales es evidente el contraste con los sujetos que habitan los universos literarios de ese contemporáneo de Moro que fue Nicolás Maquivelo (finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII): codiciosos, desagradecidos, ególatras, afectos al poder y susceptibles de someterse al arbitrio del más fuerte, como los describe, por ejemplo, en El Príncipe. Entonces, se puede decir que la nave de la Sociedad Futura  fué empujada a la navegación en las aguas peligrosas de un mar turbio, oscilante entre las Escilas de las Utopías y las  Caribdis de las distopias. Sólo que el telón de fondo sobre el que se desarrolla esta dicotomía, el marco ontológico, ES la sociedad real,  poblada por seres imperfectos, caldo de cultivo de las distopias. Moro y Maquiavelo tuvieron un fin de sus vidas tan disimil como sus obras: el inglés murió decapitao, víctima de la arrogancia del rey a quien sirvió bien, Enrique VIII,  pero rodeado del afecto de los católicos británicos que lo hicieron santo; en cambio el teórico italiano, después de haber desempeñado misiones diplomáticas importantes para el principado de Florencia, fué relegado al olvido en el que murió, abandonado por todos y arropado por la pobreza (de la que resurgió post mortem  para convertirse en el referente a seguir de todo político sin escrúpulos y con hambre de poder).  No recordamos estos detalles con el fin de afirmar lecciones morales; sólo queremos advertir que como la mosca que vuela en el vagón del tren sin advertir que el vehículo se mueve, según el ejemplo de Einstein, así mismo las mayorías humanas vivimos un distopico día a día, sin advertirlo ni concienciarlo, con sus penas o alegrías, mientras los que llegan a tomar conciencia del hecho sufrirán la tortura de la conciencia de sí,  la angustia de saber que son eslabones en una interminable cadena, de la cual les es imposible deslastrarse, sea distopica o utopica la concepción con la que analizan los sucesos y dirigen sus acciones.

Platón,  en su delirio perfeccionista, imaginó un hombre que sólo se dedica a la búsqueda y obtención del conocimiento verdadero, mientras que menospreciaba a los que jornada a jornada aplican su saber al arte de ganarse el pan para sobrevivir (al saber que éstos últimos adquieren lo califica de falso conocimiento o doxa).  Este ser utopico era, según el ateniense, el único que tenía las cualidades necesarias para gobernar una república. Ya relatamos arriba lo que le ocurrió, al filósofo griego, cuando trato de hacer realidad sus ficciones. La realidad histórica situó, al platónico filosofo-gobernante, en un lugar secundario y hasta periférico: Erasmo de Roterdam  habla de los intelectuales como seres tristes, individuos grises de físico endeble que gastan su vida inclinados sobre los libros, sin obtener provecho material tangible. Este comentario, consignado en el Elogio de la locura,   puede sonar extraño especialmente en nuestra época que tiene una visión del holandés como el de un intelectual del renacimiento europeo. Es que la utopía sufre transformaciones, se desplaza desde la sociedad puramente ideal al grupo pragmatico y junto con ese movimiento se transforma el modelo del ser humano: en el siglo de Erasmo el hombre de pensamiento es también aventurero, hombre de acción y no sólo, como en el discípulo de Sócrates,  hombre de exclusiva actividad cerebral. De uno a otro concepto, la Utopía se ha involucrado un poco con la vida real, distopica, y se ha hecho menos abstracta. Este pendular entre el ideal puro y la existencia descarnada será el derrotero en que podemos rastrear la existencia vital de la Utopía.  Si recordamos la antigua concepción organicista, de la sociedad, de la que escribió Herbert Spencer, diríamos que como los latidos cardiacos que reparten la sangre por el cuerpo (sistole y diastole), manteniendo el flujo y reflujo de energía; de manera similar Utopía y Distopia constituyen el latido orgánico que empuja el movimiento entre la estática y la transformación en las sociedades. Puedo estar errado y el símil seguramente será objeto del rechazo de los anti spencerianos (tampoco soy organicista, mea culpa);  el hecho es que el todo social se transforma ("...e pur si muove..."),  y también las espectativas, los anhelos, los modos de relación y pare de contar. Así, esa distopia cotidiana, como el río de Heraclito se mueve constantemente, por obra de anhelos, de amores y odios, por la magia del deseo y la maldición del uso y costumbre, que generan utopismos, mutaciones y mutantes, eclosionando rebeliones y defenestrando consagraciones. 

El latido sistolico y diastolico, hagamos un resumen muy suscinto de la historia clínica, normaliza sus flujos, de energía vital, en La ciudad de Dios, de San Agustín; Walden, de H. D. Thoreau El Catecismo de los industriales,  de Saint Simon;  pero revela niveles de presión alta en La propiedad es un robo, de Pierre Proudhon; Peregrinaciones de una paria,  de Flora Tristán; La conspiración de los iguales,  de Grachus Babeuf; para amenazar infarto en El manifiesto comunista de Carlos Marx y Federico Engels; El proletariado y la revolución,  de Vladimir Ilich Lenin; La revolución permanentede León Trosky; más entró en estado de catalepsia en Las Obras teoricas  de José Stalin y Por el sendero luminoso de Mariategui,  de Abimael Guzmán Reinoso.
Es usual promocionar, desde hace más o menos dos décadas, la muerte de la Utopía. Incluso hay quienes buscan, entre los escombros de las últimas revoluciones, su cadáver. Sospechamos en ella una astucia de aquellas que Guillermo Hegel le endilgaba a la razón: lo más posible es que no haya tal occiso porque una vez más se ha difuminado en los intersticios de la distopia, desde donde aguarda para que, de manera sorpresiva y cuando menos lo esperemos, producir otro acceso de taquicardia que vuelva a la vida a este organismo social cataleptico ; ya hay algunos indicadores en los últimos exámenes cardiovasculares que han obligado a inyecciones de Conciencia ecológica, Derechos humanos de los inmigrantes,  Paz y reconciliación, amén de las necesarias dosis de fantasía, estás últimas por recomendación expresa del especialista Ray Bradbury.

26 de agosto de 2023.
Magoc.


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