DE HISTORIAS SIN FINAL.

El concepto de autor resulta un ente complejo cuando se trata de definir que es, a quiénes se puede aplicar, cual es su función. Esta es la opinión, por ejemplo, del semiologo Umberto Eco (Los límites de la interpretación, Interpretación y sobreinterpretacion)  que integra el papel de la deconstrucción del mensaje (la interpretación del texto) cual un componente quizás tan importante como la autoría en la formación del discurso escrito. Está aclaratoria es necesaria cuando intentamos exponer la experiencia del desarrollo dinámico  del texto en su construcción: ¿se puede considerar al autor como el exclusivo creador de la obra? Aquí el meollo del asunto, y si bien a partir del renacimiento se hizo mito de la importancia de la autoría; hoy el viento de la opinión parece hinchar las velas en otros sentidos. Consideremos, por ejemplo, el caso de la epopeya de Gilgamesh cuya versión estándar fue escrita, en idioma acadio, entre los años 1300 al 1000 a.c. por el sacerdote babilonio Sin-leqi-Unninni.  Pero este monje en realidad lo que hizo fué verter y ordenar, en trazos cuneiformes que desgarraron la arcilla blanda de las tablillas, una serie de leyendas que circulaban, inicialmente en un idioma semita prebabilonico,  dándoles un sentido más acorde al contexto cultural de su momento histórico. La versión que conocemos, entonces, obvia otras interpretaciones más antiguas, las integra modificandolas en parte o posiblemente variando su sentido genérico de manera sustancial, textos preteritos que databan del lapso entre los años 2000 a 1700 a.c. Las versiones prebabilonicas se conocen fragmentariamente, por tablillas cocidas que se han hallado en regiones circunscritas al espacio entre el Tigris y el Eufrates; mientras que la construida por Sin-leqi-Unninni  desbordó este ámbito, llegando a las tierras turcas, y las del Imperio Hitita, entre otros. Este es, pues, un ejemplo de un texto que trasciende a su autor, en el cual la multiplicidad de autorías es evidente y el sacerdote fue, en realidad, instrumento de una versión que se cristalizó momentáneamente, en ese incesante  flujo de signos y de sentidos que es la realidad, tal como la conocemos y como por ejemplo la concibe Michel Foucault en El orden del discurso. Como ente susceptible de múltiples interpretaciones, el texto no es un conjunto cerrado y acabado: podemos "leer"  versiones del Gilgamesh en, por ejemplo, escritos de factura posterior como Beowolf (el héroe real que deviene semidios), en partes del Génesis bíblico (el diluvio universal) o en las sagas escandinavas (los guerreros de cualidades superhumanas), que no repiten al caletre sino que lo modifican, o lo recuerdan remotamente. Hay incluso elementos que integran factores sorprendentes, por el hecho de la aparentemente falta de contacto entre culturas como la presencia del Diluvio Universal en El Popol Vuh. 

Cómo los elementos de una estructura fractal, que se copian al interior y al exterior, a nivel macro y microfisico, en formas idénticas, las reproducciones del texto se expanden en los universos simbólicos, que como el río de Heraclito fluyen sin César. El cantar de los Nibelungos, de autor anónimo, fue escrito en el siglo XIII, pero de manera similar al Gilgamesh  tuvo origen en historias y leyendas arcaicas, posiblemente elaboradas en el siglo V d.c. El héroe también tiene aquí su alter (en este caso es Sigfrido).  Las variantes que anteceden al texto escrito seguramente exploraban interpretaciones inéditas, declinaciones inusuales, que en la redacción del siglo XIII no son determinantes: hombres de baja estatura que cavan en las minas de oro, son personajes comunes en algún cuento de los hermanos Grimm,  por ejemplo, en lo que sería ser el remake de alguna de estas olvidadas historias; otra derivación podría surgir de la poderosa espada de Sigfrido que hace resonar el eco en la homónima, clavada en una roca, del ciclo arturico. Cada elemento del texto da lugar a nuevas interpretaciones, novedosas variantes que pueden asemejarse al conjunto signico genesico, o que por el contrario mutan el sentido y sepultan las semejanzas en la niebla de las leyendas arcanas: Dragones encontramos en Los Nibelungostambién en Beowulf, y en el ciclo arturico, apuntando quizás a una estructura narrativa arcaica presente en los relatos, como un tronco común del que parten multitud de ramas, que a su vez se bifurcan o se multiplican en otras innumerables concresiones textuales. Una opinión aceptada fecha La Ilíada  en el siglo VIII a.c., reputando su facturación al rapsoda invidente: Homero.  Pero evidencias textuales descubren inserciones, en el texto estandard, que posiblemente provengan de dos siglos antes; inclusive algunas posteriores a la fecha indicada. Que el poema no es original del autor griego, lo parece indicar él mismo: en los capítulos finales de La Odisea  relata que Demodoco  canta las visicitudes de la guerra de Troya para los que hacían la corte a la reina de Itaca,  indicando la presencia de versiones anteriores a la suya, informando el acervo de los rapsodas, cultivadores del canto y la oralidad cual teatro de calle.

Versiones aceptadas o conocidas en el presente, que hunden sus raíces en leyendas tan antiguas como la humanidad; variaciones que estudian los textos consagrados y se permiten la diversidad en la reelaboración de los argumentos, en la divergencia del sentido. La oralidad y la teatralidad, destinos arcanos del conjunto signico, presentan las condiciones para la circulación, el cambio o variación: a Shakespeare,  por ejemplo, no parecieron interesarle mucho las versiones escritas, no parecía darles importancia de obra conclusa; para el sólo eran auxiliares de la representación dramática que era lo verdaderamente importante. No en vano dejo de preocuparse por la impresión de los Plays,  y se ocupaba del asunto, al parecer, solo cuando la venta de los impresos aseguraba una renta segura en base a la aceptación de la obra en el teatro. De esta negligencia por lo escrito da fe el que hallan sobrevivido tres versiones impresas del Hamlet, mientras que otros dramas, posiblemente menos exitosos en las tablas, los cuales no se llevaron a la máquina de Gutemberg,  como Trabajos de amor ganados, o Cardenio, se han extraviado para siempre en ese incesante fluir del universo de los signos y los sentidos. Pero si bien es cierto que esa confluencia de la lectura de Don Quijote por Shakespeare se  ha perdido sin remedio (hablamos de Cardenio que según se acepta fué construida en razón de un personaje presente en la obra de Cervantes); también es cierto que el bardo inglés ha suscitado múltiples reinterpretaciónes de su obra: en la primera mitad del siglo pasado el poeta León Felipe realizó montajes de los dramas, del inglés, modificando textos, escenas y hasta finales. El mismo fenómeno ocurrió en México, por la misma época, y aún sigue ocurriendo en Iberoamerica y en el mundo: por estos días se escenifica, en Madrid, un Macbeth centrado en la mujer del asesino de Duncan, la señora que puso el puñal en las manos de su dubitativo consorte. Pero este fluir de interpretaciones, e intérpretes, lo inicio el bardo en su resemantización del Amlet que aparece en las Crónicas danesas de Saxo Gramático (siglo XII d.c.) y en los relatos de Holinshed, que hablan de un Macbeth aparentemente real, posiblemente histórico, que a su vez abrevan en ancestrales historias y leyendas. 

Historias sin principio conocido y sin fin determinante: con una expresión en nuestro presente que no es para nada conclusión y cierre. Autores que no son tales, sino por circunstancias fortuitas que los colocan frente a una tarea de textualizar, de colocar en ideas con cierta lógica y determinado orden, ofreciendo una redacción jamás terminada, porque no hay algo como una conclusión hermética cuando de textos se trata. El verso de Jorge Luis Borges, del poema titulado Macbeth tiene aquí mucho sentido, y dice más o menos algo como esto:
"...urdi un asesinato
Para que Shakespeare escribiera su drama..."

29 de agosto de 2023.
Magoc.



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