DE LOS LIBROS Y LA MUERTE

El tema de la muerte ha sido uno de los motivos preferidos por los autores de todos los tiempos. Desde los primeros textos sacros (el libro de los muertos egipcio, el bardo todol o libro tibetano de los fallecidos, entre otros), cuya lectura era permitida sólo a la casta sacerdotal o a la nobleza, y prohibida para el grueso de la población (que además funcionan como manual de procedimientos para el recién llegado a los predios del mundo extra terreno); pasando por los escritos medievales que trataban el tema desde la perspectiva de antesala al infierno de la condena eterna  (La Biblia habla peyorativamente del lugar donde reina "el llanto y el crugir de dientes"), o de hall al  paraíso celestial. Entre estos extremos, de la concepción sacra, se ubican las épicas que hacen de la huesuda un recurso de la narración, tal el conocido pasaje de La Odisea en el cual Ulises baja al infierno, para entrevista con el adivino Tiresias, y describe el tránsito por la Estigia, la nave de Caronte, y la naturaleza fantasmal de los habitantes del Inframundo. La antigüedad de estos relatos hunde sus raíces en el pasado indeterminado de culturas ancestrales, que fueron sedimentado leyendas, que conformaron recursos míticos, para darle estatus de tránsito, de obligatorio cruce a otra dimensión, a lo que la empiria de la experiencia propone como cesacion de la vida, caída o despeñadero a la nada.
La expansión del cristianismo conlleva a la generalización, en occidente, de la concepción bíblica de la muerte: cielo o infierno cómo lugares últimos a donde conduce ese tránsito que significa la desaparición de la vida corporal. El papel de Anubis, el pesaje del ka y su comparación con el peso de una pluma; las señales que debe seguir el alma y las preguntas que debe hacer; el obligante pago que se  debe a Caronte para poder abordar la barca y cruzar al otro lado; todos ellos pasaron a ser elementos secundarios, invisibles, dentro del sedimento que sustenta la concepción evangélico cristiana. 
El capítulo nueve, del Evangelio según San Marcos, describe una conversación que el nazareno mantuvo con Elías y Moisés; es decir un coloquio de un ser vivo con dos personajes que desde hace cientos de años pertenecían al más allá. La descripción habla de figuras luminosas, de vestidos blancos, como la nieve y resplandecientes. Esta concepción lumínica, un tanto jubilosa, de los habitantes del mundo de los muertos, que se desprende de esta imagen del episodio que se ha llamado "la transfiguración", es con todo diversa de aquella en que Jesús habla del lugar en que predomina "el llanto y el crugir de dientes". La contradicción se irá decantando, con el correr del tiempo, hacía el predominio de la concepción de la muerte como el espacio indeterminado de lo fantasmal, cómo en el Inframundo que visita Ulises, y cuyos ecos resuenan en la figura siniestra y apesadumbrada del rey asesinado, el padre de Hamlet, que recorre cuál alma en pena las almenas del castillo de Elsinor. La muerte ligada a lo luminoso, al jubiló, es noción que se pueden rastrear en el mito de Dionisos, quien en medio de la fiesta y la libacion, era muerto y desmembrado para después renacer. La muerte anclada a lo fantasmal, a la oscuridad, deja escuchar los ecos del episodio de la epopeya homérica a que hemos aludido antes.
Nietzsche, en un momento de invocación emotiva, desempolva la festividad dionisiaca para, desde lo que ella tenía de apología de la vida, denunciar la pesadumbre existencial que significan el logos socratico y la misericordia católica. El nacimiento de la tragedia dibuja las veredas por las cuales la muerte se muta en momento que presupone la persistencia de la vida, bajo otras formas, en otros universos. No en vano la resurrección está presente en la epopeya de Dionisos, como en la de Jesús de Nazareth, prolongando la vida más allá de la calidad carnal.  La tragedia, expone el filósofo del Superhombre, con su coro, con el solitario héroe o villano luciendo coturnos, es el tipo de espectáculo que celebra la muerte como momento del tránsito festivo a otra manifestación de la vida, a la persistencia de la vitalidad que disuelve la cesación de la vida en un momento insustancial, circunstancial y pasajero, cuál ráfaga de aire. Esta irrupción del sentido intrascendente y transitorio de la muerte, en la persistencia de la vida, transita varios tipos de discursos, desde los que resucitan las antiguas creencias en la vida individual del más allá, deslastrada de la dualidad cristiana de cielo e infierno (como el libro de los médiums de Kardec), pasando por los que encuentran la eternidad en la vida de la especie y la subsumen en el espíritu colectivo de la raza (los editores de la revista Ostara y otras publicaciones al estilo) hasta los que disuelven la muerte en los incesantes cambios que definen la eternidad de la materia (la vida como producto de las transformaciones de la phisis, como en la dialéctica de la naturaleza, de Federico Engels).
En la orilla occidental del Atlántico, en tierras dónde el pragmatismo de los puritanos, desembarcados del "Myflower", conlleva a apreciar la vida como esfuerzo invertido en la producción (porque, como en la parábola bíblica, Dios vendrá un día a inventariar el producto recogido en razón de la heredad aportada), la muerte era asunto que no dejaba réditos, por lo tanto objeto de desprecio o cuando más de comicidad (en el rey peste Edgard Allan Poe hace que dos marineros ebrios pasen sobre los cadáveres, se burlen del mensajero de la muerte y de paso le secuestren un par de mujeres monstruosas que le acompañaban). Al sur del río bravo, la calaca cobra un sentido familiar: se confunde con la vida, es parte de ella, y su acción es ineludible. Así, se conmemora como festividad el día de los muertos, se agasaja a la Santa Muerte y se describe a los muertos hablando y haciendo vida social en los cementerios (Juan Rulfo: el llano en llamas, diles que no me maten).  Bajando por el Istmo, recalando en la sabana en la que las ancestrales poblaciones muiscas recubrían los templos a sus dioses con placas y figuras botivas de oro; un intelectual anticlerical y liberal recalcitrante, José María Vargas Villa, en uno de sus relatos magistrales hace emparedar a un monje como venganza por afrentas amorosas, infligidas en un pasado lontano, a otro tonsurado. Recuperación literaria está de la muerte como castigo cruel, sucedanea de la muerte horrorosamente ejemplarizante que administraban los inquisidores españoles del mal llamado Santo Oficio, los "quemahombres" a los que apostrofa Voltaire en la princesa de Babilonia, y cuyo método de administración, del horror, de la vesania, de la miseria humana, quedó plasmado, para vergüenza de los ensotanados, en el Malleus malficarum, también conocido como martillo de las brujas. 
Bajando más aún, hasta los puertos del Plata, encontramos los oraculos que hacen confluir los dioses ancestrales y la muerte, como en la edad primogénia de que hablabamos al inicio de esta reflexión. Un chamán ciego, como el Tiresias de la epopeya homérica, en una suerte de estrategia teológica que presume el eterno retorno, escribió sobre la muerte ilógica de un sinologo, Albert, cuyo deceso era un ardid para codificar un mensaje a través de la noticia que los medios transmiten: la muerte como mensaje, en  Ficciones de Jorge Luis Borges; pero también escribió del retorno de los dioses antiguos, de su multitudinaria recepción en el foro de alguna academia, de su arrogante presentacion, de su incapacidad para hablar y de la forma pragmatica en que los antes entusiastas receptores deciden liquidarlos, cumpliendo el caro sueño de Nietzsche, matandolos a tiros (Borges, el hacedor) como en el mejor estilo anglosajón, cerrando el periplo con la venganza de los hombres sobre aquellos que, según reveló Eurípides, fraguan sus desgracias.

06 julio 2023
Mago.

Comentarios

Entradas populares