DE LOS FANTASMAS Y LA LITERATURA.

 La historia de Simón Canterville es el horror de la venganza hecho relato; tan impactante que su sufrimiento, y el que él mismo causó a su esposa, lo aseguraron, con cadenas extraterrenas, al lugar donde su drama tuvo lugar. Pero el verdadero conflicto, que magistralmente supo retratar la pluma de Óscar Wilde, es el de la implosión del propio sentido de lo fantasmal, la debacle de una idea de lo ultraterreno y las características que a ella se asocian. En la fantasía de Wilde (el fantasma de Cantervillelos fantasmas ya no tienen ei poder de inspirar un sobrehumano temor, como ocurría en los relatos de la edad media, por ejemplo. Su influencia no puede ya conseguir que el sujeto se despierte sudoroso, aterrorizado, como ocurre con Ricardo York cuando sueña con los fantasmas de todas sus víctimas (Shakespeare: Ricardo III). No existe lugar para que la aparición sobrecogedora hiele, con su sola presencia, la sangre de los espectadores, como en El castillo de Otranto, de Horacio Walpole. El drama que Wilde en realidad expone es el de la debacle de un sentido de la vida y de la variación, en ciento ochenta grados, del sentimiento general hacía lo ultraterreno: razón por la cuál el texto del inglés tuvo tan buena acogida. Tomemos en consideración este aspecto esencial: en vez de despertar el miedo, el fantasma de los Canterville suscita la risa y la compasión. Veamos a brevedad el recorrido que, iniciando desde la épica griega, ha llevado hasta este estado de opinión: en La Odisea, Tiresias, el adivino ciego a quien Ulises va a buscar hasta el Hades, se lamenta de que allí todos ellos, los muertos, son reducidos a la condición de espectros, a los que es inaccesible el mundo y el propio rey de Itaca deja su impresión del sobrecogedor sentimiento que lo embargó mientras duró su estadía en los dominios del hermano de Zeus. Más o menos cuatro siglos después, el fundador del cristianismo  define la morada de los muertos como el lugar  donde resuenan "el llanto y el crujir de dientes", morada de quienes dejan este mundo sin deslastrarse del estigma del pecado. Entre ambos hay concepciones, fundamentalmente teológicas, que establecen distinciones esenciales; pero lo común en ellas es el temor que es concomitante al lugar y a sus habituales. En cualquier sentido, el mundo ultraterreno es la morada de los muertos, y estos son función de esta condición. Los fantasmas, seres espectrales que han perdido sus características corporales, traslúcidos o con evidente incapacidad de reflejar la luz, son los habituales de este infierno o Inframundo, que habiendo perdido toda capacidad de acción en el mundo físico, solo poseen el potencial de infundir terror cuando se les visualiza visitando los predios terrenales. Dickens, cuando nos describe la situación de Marley, el socio de Scrooge, puntualiza que estaba tan muerto como un clavo y apela, para compararlo, al fantasma del padre de Hamlet: si no estuviésemos convencidos de que estaba muerto, no infundiria terror su paseo por las almenas del castillo de Elsinoor, al igual que sobrecoge la visión del viejo Marley cargado de cadenas, espectro sufriente huido de los dominios de Satanás (Charles Dickens, Cuento de navidad). No obstante ya en la historia del también autor de Oliver Twist, se deja sentir ese tufo a  infierno de comiquitas, esa inclinación a la risa que discretamente sustituye al "llanto y el crujir de dientes", esa suril tendencia burguesa a erigir gasparines dónde, por ejemplo, Bécquer visualizó animas en pena.

La implosión venía preparándose desde el renacimiento, con su decisión de construir un mundo congruente, lógico, que expulsará lo sobrenatural de los aposentos que deben ocupar los empujes humanistas. Sócrates aceptaba la existencia de un más allá en el que esperaba encontrarse con toda una pléyade de sabios y maestros del pasado, como expone ante la asamblea que lo juzga (Platón, Apología de Sócrates); Marcilio Ficino, el florentino del siglo humanista, descubre y relee a Platón para encadenar estos exponentes del pretérito en sus historias: el hombre renacentista es, sin intervención extraterrena, dueño y señor de su vida y arquitecto constructor de su mundo. La Lumiere perfecciona e intensifica esta aspiración y la convierte en el cielo de la técnica: la máquina ruge dónde los fantasmas causaban terror; ahora el miedo no proviene de las visiones del infierno, sino de la máquina del doctor Guillotin. La diferencia entre ambos miedos no es precisamente semántica. Entonces las acciones del infierno, como fuente de réditos, se devalúan. Ese otro Tiresias, que surge en el futuro de ese entonces ignoto nuevo continente, habla del lugar definiendole como "especulación que ha ido fatigandose con los años" (Jorge Luis Borges, "La duración del infierno ", en Discusión, 1932). Mientras estos valores, fantasmas incluidos, están a la baja, los la ciencia y el progreso, hombre renacentista adherido, experimentan un alza inusitada. No tarda en surgir la reacción natural a tan atropellante movimiento: en la Inglaterra que ve humear las primeras chimeneas de la revolución industrial, los escritores se revuelven contra esa reducción empirista del sentido de la vida: Horace Walpole, en el Castillo de Otranto, lanza las primeras estocadas, para que un fantasma exageradamente descomunal denuncie injusticias, restableciendo la acción de lo sobrenatural; despreciando las teorías legalistas de Rousseau y de Montesquieu.  La novela inaugura la tendencia gótica que estremece el siglo XVIII (entre 1765 y 1820). William Thomas Becford, en su Vathek, hace que un califa abasida redescubra el infierno, de la mano de un mercader que hace las veces de mensajero del señor de las tinieblas, convirtiéndose por acción de su propia ambición en fantasma. Con Anne Radcliffe (los misterios de Udolfo), Matthew Lewis (el Monje), Charles Roberto Maturin (Melmoth, el errabundo), entre otros, se intentó un infierno con nueva arquitectura y fantasmas con novedosa factura. Pero las veleidades del siglo de las luces ya habían hecho, en el alma de las multitudes, un daño irreparable que las hizo refractarias a todo movimiento restaurador: la mansión de las llamas eternas, el habitaculo de los seres sufrientes, cargados de cadenas y ahitos de quejumbres, tuvo que refugiarse en aristócraticos castillos abandonados, en ruinas sacras, en páramos bucolicos, alejándose de los mercados, de los suburbios; cargándose de historias siniestras pero con clase, sin concesiones a lo vulgar. Comienza entonces, el horror, a ser asunto de Think Thanks:  en 1816 en la Villa Diodati se reúnen Lord Byron, Percibal y Mary Shelley, John William Polidori, y de aquel encuentro surgen Frankestein y el Vampiro, de la mano de intelectuales aristocratas, ganados para el sentimiento de vida burguesa, surgen los incipientes monstruos que reemplazarán a los fantasmas y se facturan los laboratorios, o se conservan los castillos, que harán de sustitutos del infierno. 

Cuando el irlandés, Oscar Wilde, escribe la historia de Simón Canterville, el sentimiento popular, como el título de la novela de William James, ha dado Otra vuelta de tuerca, y ya las campanas tocan a rebato por los viejos fantasmas, doblan a difuntos por el antiguo infierno. Entonces es cuando ese alemán testarudo que rastreaba los vermes reptando presurosos,  huyendo de los textos de la Filosofía de la historia universal, de Hegel; husmeando en los mismas fétidos que se evaporan de los opusculos de Strauss, Bauer, Feuerbach;  observando las humeantes rescoldos, de las llamas apagadas del averno en los tardios novelones post-góticos; en reflexión comprensiva y en ejercicio de su responsabilidad con el resto del mundo, decreta con tonante voz de Kaiser que Dios ha muerto y que, por lo tanto, el infierno y sus fantasmas, que alguna vez produjeron miedo, hoy RQPD.

15 de julio de 2023.

Magoc.


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