DE LOS LIBROS INTEMPORALES.

Hablábamos, en una entrada anterior, de la fractura que ha sufrido el concepto de eternidad, y concluimos que la eternidad, como los electrodomésticos actuales, tenía inserto un parámetro de caducidad programada que ha terminado por hacerse efectivo: ha caducado la eternidad. Cuando hablamos de libros la intemporalidad es condicion que se intenta adherir a ciertos textos que trasuntan un perfume sacro; tales, por ejemplo la Teodicea, la Biblia, la Torah, el Coran, los Vedas, los Upanishads, el Tao Te King, entre otros. En estos casos, la eternidad que se dice del texto está asociada a elementos como una explicación de la génesis del universo, la moralidad, la prescripción de ritos con fines de sumisión o alabanza y la regularización de la vida social de acuerdo a aquella moralidad y estos ritos, en asociación íntima con el principio genesico (Dios). En un segundo caso la eternidad se reclama de textos que son tomados como arquetipos, modelos a seguir, conjunto de contenidos y de formas expresivas que se pretende normen el oficio de escribir de manera permanente, en todas las épocas: tal los libros denominados como el canon: las epopeyas homéricas, las racionalizaciones dialogadas de Platón, la épica  del Dante, la lírica de Petrarca, la obra cervantina, las tragedias y comedias de Shakespeare, entre otras. A partir del renacimiento la humanización de los objetivos estéticos fué creando conciencia de la fractura en las aspiraciones a la eternidad; fisura que ya se dejaba visualizar entre los mismos griegos, como se expresa en el poema de Thales de Mileto y que, desde otro punto de vista recogen los desplantes irónicos de Bocaccio o las  propias imposturas dramáticas del Cisne de Avon. Visto así y aceptada la caducidad de la eternidad es de resaltar la situación paradojica en qué queda colocada, por ejemplo, la obra shakespereana, que es es objeto de clasificación cómo componente del canon, cuando el propio bardo era conciente de la temporalidad de sus escritos. En este punto nos preguntamos lo siguiente: vistas las dos nociones anteriores ¿En nuestro siglo, en qué la eternidad ha caducado, tiene sentido calificar de intemporal a una obra literaria? O, por el contrario, ¿es universalmente aplicable a todas las obras, en todo tiempo, por ejemplo la pretensión sartreana de que un texto es función de unas variantes económicas, sociales y culturales determinadas, que existen sólo en ese lugar y para esa época? Está última interrogante implica un equivoco que puede llevar a una contradiccion, porque afirmar que es aplicable en todo tiempo puede ser analogado a afirmar que es eternamente aplicable. Aquí entonces vamos a asentar una opinión que no se sujeta a las acepciones de intemporalidad literaria antes consignadas, y para esto nos vamos a auxiliar del razonamiento cartesiano: podemos dudar de todo, pero en esta dubitativa como sistema lo permanente es la razón que duda. Analogando: podemos dudar de que se pueda calificar de eternas a ciertas obras literarias, pero de lo que no podemos hacerlo es de la razón que califica o que niega la calificación. Es decir: la calidad de eternas o no, que se dice de las obras literarias, es función de la razón humana que califica, que aplica los parámetros a través de los cuales se prueba o se imprueba la eternidad de una obra escrita. De lo que se trata es de la razón. 
Llegados a este punto, debemos hacer recensión de las tendencias en el pensamiento occidental, a partir de la postmodernidad, que han puesto en cuestión la razón como eje que transversaliza los discursos tanto como el imaginario colectivo. Poner en cuestión la razón es, a su vez, concomitante con colocar en discusión las categorías desde las cuales puedo definir la eternidad. Si de lo que se trata, al calificar la eternidad de la obra literaria, es de la razón (premisa mayor); pero por otra parte la razón está en cuestión por su calidad de producto de clase, por su origen enraizado en el interés económico (premisa menor); entonces no existe razon suficiente para calificar la eternidad, o no, de una obra textual (conclusión). Así, desde Sartre, la eternidad es asunto de las condiciones de existencia, que dura lo que la vida humana, es decir: cada época tiene sus obras eternas, y para esas obras, por lo tanto, la eternidad tiene una duración limitada. Ipso facto, las obras que arriba calificamos de intemporales, desde dos puntos de vista, lo son para nuestra existencia, nuestro momento. Que lo sigan siendo, después de este, posiblemente dependa de que se den situaciones que prolonguen algunas o todas las condiciones que hacen esto posible en la actualidad. Por ejemplo, hoy consideramos obras eternas tanto al Coran como a la Biblia; mientras no era así en la edad media, en la cual el Coran era un libro execrable para los cristianos. Los tiempos varían las razones que califican la intemporalidad de las obras textuales, de tal manera que hoy me atrevo a incluir, dentro del canon de obras eternas, a algunos productos de nuestra época: EN NOMBRE DE LA ROSA, de Umberto Eco, y EL ALEPH, de Jorge Luis Borges, a las que daría la duración mínima de la eternidad que corresponde al siglo XXI.

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